El 29 de
septiembre de 2018, mi abuela se apagó como un pajarito. Igual que su abuela a
su vez, como expuso en sus memorias.
Ella comenzó
el relato de su vida con esta frase: “De pequeña, fui una niña feliz”. La
sencillez de esta frase no menoscaba su grandísima belleza y su contenido,
atemporal. Quiero creer que mi abuela siempre fue feliz.
Mi madre
decía en su discurso que siempre fue una gran mujer en un pequeño cuerpo, una
florecilla, como las del jardín que mi abuelo cuidaba primorosamente para ella,
que se marchitaba lentamente. Esposa ejemplar, mi abuelo siempre se deshacía en
alabanzas con aquella mujer sentada a su izquierda, aquel pilar fundamental que
ha ayudado a sostener seis hijos maravillosos con diez nietos que la adoraban.
Esta familia ejemplar se debe a mi abuelo y a ella. Ella. Mi abuelita.
A la mañana
siguiente de su entierro, mi abuelo fue a darle los buenos días. Volvía feliz,
diciendo que, por fin, después de trece años, mi abuela se había despertado sin
dolor. En esas cuatro paredes, mi abuela era libre, se había librado de las
cadenas de la enfermedad.
Es la
persona más buena que he conocido. Bastante dependiente en sus últimos años de
vida, siempre fue comedida y nunca quiso pedir ayuda. Se sentía culpable por
tener que ser atendida. A nadie le importaba brindarle toda la ayuda que
necesitase, cada minuto con ella era precioso. Lo sabíamos, pero la desazón de
lo inacabado siempre nos aprisiona. Incluso las fotos familiares parecen
volverse borrosas, traicionando el recuerdo.
Era muy
inteligente. Leía vorazmente, siempre quería conocer más. Tenía una memoria
realmente envidiable, incluso para recordar cada cumpleaños y cada santo de sus
seres queridos, aun cuando nosotros los habíamos olvidado.
Era
cariñosa, muchísimo. Recuerdo muchas veces en Pinos con ella, me contaba historias
antes de dormir cuando, inconsolable, mis padres no estaban.
Ay
abuelita. Cuando me dijiste hace una semana que qué buena y cariñosa era, ojalá
te hubiese dicho que nunca podría ser como tú y decirte lo mucho que te quiero
y lo muchísimo que te voy a echar de menos. Esa mirada brillante con la que nos
mirabas despidiéndote, la misma con la que viviste las fiestas del pueblo y con
la que viste la plaza del pueblo por última vez, nostálgica. Viviste tu último
año sin miedo, pero con mucho amor hacia todos y todo lo que te rodeaba. No me
puedo creer que ya no estés aquí.
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